Si hay algo de lo que realmente me siento orgullosa y agradecida es de haber tenido la oportunidad de estudiar en la universidad en la que estudié. Es cierto que llegué por descarte y hubieron bastantes baches en el camino, pero absolutamente todo pasa por algo.
En los últimos años de secundaria, mi papá inició el pressing para que decidiera una carrera universitaria. Yo lo tenía en mente, pero no era una preocupación inmediata. Su sueño inicial fue que estudiara medicina o que fuera empresaria, lo que a estas alturas creo fue lo que él quiso ser en realidad.
La primera alternativa estaba un poco muy lejos de la realidad. No tenía la menor intención de quedarme 10 años estudiando una carrera en San Marcos, que imagino hubiera sido el lugar, y la sola idea de mancharme de sangre u otros fluidos corporales me resultaba sumamente desagradable. La segunda era algo más probable. Mi madre es economista y yo recordaba mucho su época como gerente de marketing de una marca de avena. Por lo menos tenía claro que me gustaban las oficinas lindas.
“Ser empresario” es un término muy amplio, pero mi padre lo redujo a estudiar economía o administración. Allí se presentó otro problema. Luego de haber pasado todos mis veranos de secundaria en cursos de matemática, completamente en contra de mi voluntad, no tenía la menor intención de volver a verlos, ni mucho menos dedicarme a ellos, en lo que me quedaba de vida.
Los test vocacionales del colegio coincidían con las macabras intenciones de mi padre, dado que si bien los números no me gustaban, no era para nada mala en ese campo. Gracias a Dios, mi razonamiento matemático iba bastante parejo con el verbal y los resultados arrojaron también la posibilidad de dedicarse a las letras. Las palabras textuales de la psicóloga fueron: “Puedes estudiar lo que tú quieras”. El detalle era que yo no tenía la menor idea de lo que quería.
Una gran indecisión y un universo de buenas opciones. Ahora que lo pienso, fue el inicio de una era, jajaja.
Otro de los puntos por resolver era dónde estudiaría la primogénita. A lo largo de mi crecimiento, papá desarrolló la obsesión por las universidades. Recuerdo que desde los 10 años encontraba en mi casa prospectos y folletos informativos. Entonces estaba entrenada: estudiara lo que estudiara, mis opciones eran Católica, Pacífico y Lima. ¿Qué significaba eso? No lo sabía.
Hacia 1994 apareció la UPC, y papá se interesó en ella. Conocí el campus cuando solo existía la caseta de admisión, porque el lugar en el que me atendieron no era una oficina por ningún lado y estaba rodeado de un terral en construcción. No recuerdo qué carreras tenían entonces, pero me llamó la atención un encarte que decía “Comunicaciones: periodismo y publicidad”. Si pues, esas carreras también habían aparecido en el informe del test vocacional.
Decidí darle largas al asunto y para diciembre de 2005 mis intenciones eran pasar el verano tomando sol para iniciar con fuerza el ciclo de alguna pre o academia en marzo/abril de 2006. Ilusa yo!
El 3 de enero empezaron mis clases en Pamer. Fui por cumplir, no me quedaba de otra. Tenía 15 años y se supone que todavía debía obedecer a mis padres. Pero en ningún momento paso por mi cabeza la idea de postular ese verano. Ilusa otra vez!
Hacia febrero mi papá, ahora secundado por mamá, me presentó las fechas de inscripción. Estaba muy enojada y luego de una fuerte discusión dije “Bueno pues, si quieres que postule ahora, daré el examen de Católica, pero francamente no creo que la haga. Si quieres pagar el examen por las puras, es tu decisión”
Me inscribí con la idea de postular a administración, pero ¡sorpresa, sorpresa! en la ficha aparecía la nueva facultad de ciencias y artes de la comunicación, que además de publicidad y periodismo, tenía audiovisuales, desarrollo y artes escénicas. Marqué Publicidad.
Por esas cosas del destino, ingresé y desde entonces empecé a vivir la experiencia PUCP.
Hoy, once años después de aquel episodio, mi universidad cumple 90 años y me sorprendió con una nueva web y un casa abierta la próxima semana.
Feliz Día PUCP!!!